lunes, 20 de octubre de 2008

BLANCAS PERO DE NEGRO


Siempre me gustó la lencería negra. Un sostén desarraigado (como ese sobre las enormes tetas de Sophia Loren) y un calzón breve y de encaje bregando contra la tormenta púbica, era lo mío. Mis sueños de púber, mis pesadillas sin ladillas, todavía. Así, mientras recordaba mis hazañas en el celuloide en aquel Piso 11 del Hospital Rebagliatti y luego de tremenda cirugía en el abdomen (dicen que tenía una chapa de Cristal junto al hígado) y con los olores a la anestesia antigua, veía el desfile de médicos y enfermeras en el rincón posoperatorio.


Cuando me trasladaban a mi habitación y de soslayo pude observar sus muslos embutido en una medias blancas debajo de un mandil albo de una de las enfermeras, aquella que se parecía a mi prima Paola. Mi delirio se hizo río de incontinencia luego, por la madrugada y el dolor me obligó a tocar el timbre para que me calmen el dolor. Nada pudo ser más placentero ver ingresar en al penumbra de la habitación a esa enfermera casi Paola. Cálmese, me dijo con una voz a la Virgen María. Yo le dije del ardor insoportable en el bajo vientre. Ella levantó la sábana, me revisó la vende y me comenzó con un ligereo masaje. Dios mío, esa yema de sus dedos era tormento y delicia. Yo sentía que todo se me ponía duro. Ella también. Luego se puso a jugar con el miembro erecto. Yo había olvidado ese tajo ardiente que me quemaba las tripas.


Tienes que ser más hombrecito, me dijo al oído empujando sus frases con su lengua. Luego me comenzó a besar todo el cuerpo hasta hacerme perder el sentido. Era de madrugada, como hoy. Ella duerme a mi lado ahora. Todavía tiene los muslos perfectos. Es mi amiga cariñosa y los lunes le hace creer al esposo que tiene guardia. Yo sigo enfermo por ella un piso más arriba. En psiquiatría.